Por Norberto Garrone
27 Ago 2018
Nicolas
Hijo

Su voz suelta al aire un alarido que brota del alma y paraliza los latidos del tiempo.

Su voz suelta al aire un alarido que brota del alma y paraliza los latidos del tiempo. Sus ojos se enrojecen y no pueden contener las lágrimas que los rebosan y se abren camino como enardecidos ríos de sentimientos a flor de piel. Su rostro desfigurado es la consecuencia de un torbellino interior que pretende ser atrapado en el crispar de unos puños cerrados que se alzan al cielo confirmando un Dios. Su humanidad estremecida y su cuerpo conmocionado se funden en un mismo temblor. Pero continúa en pie, resistiendo estoico a los embates sísmicos que intentan tumbarlo. Lo abrazo, lo beso, le digo que lo quiero, me emociono con él. Me quedo mirándolo como si fuera el centro del universo y en ese preciso instante lo es. Mis brazos son continente y poste. Una de mis manos revuelve en una caricia su pelo y la otra hace ancla en su pecho. Puedo sentir su corazón acelerado latiendo dentro del mío. Puedo reconocer en su grito a mi propia voz enronquecida. Puedo recorrer parte de mi historia en cada una de sus lágrimas. Nicolás vibra tras un gol de Nacional, uno de esos goles importantes (decisivos, clásicos, agónicos) capaces de originar en él esa vorágine de emociones sin control.

De pronto la intensidad comienza a aplacarse. Los relojes buscan calibrarse nuevamente y las imágenes recobran nitidez. Los vestigios pasionales avivan las brasas de ese fuego perenne que tanto nos identifica. Un coro se enciende. Su leal aliento cursa una invitación a sumarse a su vuelo. Se elevan las voces y regresan sublimes traídas por su eco, cabal testimonio que engloba la esencia de este sentimiento, por siempre tan suyo, tan mío, tan nuestro. Y los labios vuelven a besar la gloria, al exclamar el nombre de ese amor inmenso: ¡Nacional!.

Norberto Garrone




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